En la escuela de Periodismo aprendí que no es lo ideal escribir crónicas en primera persona. Se supone que el autor sumerja al lector en una experiencia que lo envuelva, y no que al narrar interponga o se limite a una perspectiva muy personal sobre lo sucedido. Pido perdón entonces por esta reseña, si es que al final caigo demasiado en el uso de la primera persona; el show del sábado pasado en Tecnópolis fue una experiencia que solo se me ocurre explicar desde lo íntimo, algo que tiene que ver con las sensaciones a las que fui expuesto. Voy a intentar explicar la sensación de que la música no venía desde el escenario sino que brotó por debajo de mi piel. Bueno, también pido perdón si me pongo cursi.
Nos preparábamos para lo mejor. La vara está alta cuando hablamos de Radiohead. La única vez que habían pisado suelo argentino fue un 24 de marzo de 2009, donde dieron un show del que aún se habla en el mundillo de la prensa, y entre el público, como uno de los mejores conciertos internacionales que hayan ocurrido en nuestro país. Nada menos. Al grupo británico no le alcanza con ser uno de los más importantes de la música contemporánea (de ésta y de varias generaciones); sus presentaciones en vivo conjugan una cuidada producción visual (entre luces y proyecciones) y una compleja mixtura de los músicos más “curiosos” del mainstream, mostrándose experimentales y profesionales pero sin dejar de probar a cada segundo que tienen el completo control de todo lo que esté sucediendo, sonando ajustados en esa experimentación. Lo mismo que sucede en sus discos, pero en carne viva, más viva que en ningún otro contexto. Presenciar el contagioso éxtasis de Thom Yorke, agitando sus maracas y sus extremidades como si todo él fuese el instrumento, es un fenómeno que aporta a lo sensorial tanto como las osadas proyecciones (que ofrecían un mix en vivo de unas cuantas cámaras, con planos muy cortos hacia los músicos y su accionar, cruzados con efectos animados) y un show de luces que ilustró cada compás. Más allá del de la banda, el sonido del festival merece una mención aparte, en un territorio donde no siempre es esperable que lo sonoro cumpla todas las expectativas (el de los festivales y recitales masivos argentinos).
Como decía antes, Radiohead en vivo recala desde (y no hacia) lo más hondo de cada uno, y cada quién puede sentir que la magia está muy lejos de estarse produciendo exclusivamente en el escenario. Se siente en todo el cuerpo, en todas las personas; si bien fue una gran experiencia a nivel colectivo, donde el público supo respetar -y apreciar, y aprovechar- los silencios, corear con emoción y bailar con soltura, la emoción principal estuvo (bueno, al menos en mi caso, y aquí me pongo autorreferencial) con mi propia relación con lo que estaba pasando. Es como cuando conocés por primera vez a una persona muy bella y desesperadamente empezás a buscar entre los detalles, esperando encontrar algún defecto. Que algo así de bello exista, de pronto, es una revolución interna que modifica cualquier otro parámetro. Una crisis.
El grupo desplegó desde el primer minuto todo su arsenal emocional, con las primeras notas del piano de “Daydreaming” sentando las reglas para lo que sucedería, seguida por “Ful Stop” (también del último álbum), que duplicó la fuerza de la mezcla y fue se sintió enormemente beneficiada por el vivo. La lista de temas fue un gran motivo de charla post-recital. La selección que habían tocado un par de días antes en Chile era todo lo que sabíamos sobre lo que podía pasar esa noche. Al final hubo muchísimos cambios y sorpresas: acá sonaron “Nude”, “The National Anthem” y “Let Down”, entre otras, pero no tuvimos “Karma Police”. Sí tuvimos ¡tres! bises, en lugar de los dos de Chile, y el último de ellos fue para volver a hacer sonar “Creep”, y con ganas, ganas sentidas (¿o fue idea mía?), no por un mero compromiso con el hit. Sonaron varias de A Moon Shaped Pool: “The Numbers” y “Desert Island Disk” tuvieron un debut hipnótico y se lucieron incluso acompañadas de clásicos como “Climbing Up The Walls” y “My Iron Lung”.
Otra sorpresa llegó pasada ya más de una hora de concierto, pero no por el lado de la música: Thom Yorke debió parar “The Gloaming” a poco de haber arrancado porque notó un creciente malestar (con idas y venidas de personal de seguridad y gritos de los fanáticos) en el grupo de gente más cercano al escenario. “Hay un problema de seguridad, vamos a retomar en un minuto cuando pueda resolverse”, explicó luego de que lo informaran de lo que sucedía. Una de las vallas había cedido y amenazaba con voltearse, algo que sin dudas hubiera terminado en una tragedia. El arreglo de la misma representó un intervalo de más de quince minutos, durante el cual la banda jamás abandonó el escenario; de hecho Yorke optó por cantar, a capella, un tramo de la canción que debieron suspender, quizás para calmar a la gente que forcejeaba allí adelante (ese efecto tuvo, aseguran los que estaban por ahí).
Fue la primera edición del Soundhearts Festival en Argentina, aunque un poco se sintió como un evento generado en torno a la presentación de Radiohead. De hecho, en las gráficas, el logo del festival se confundía con el de los británicos. Las diversas propuestas que sonaron sobre el escenario montado en Tecnópolis fueron principalmente eso, diversas, aunque podría decirse que estaban unidas por una idea relacionado a lo anímico, ¿lo espiritual?. Quizás la oferta más disimil fue la de Rocco Posca, quien desató su rock clásico de estribillos pop ante un público que no terminó de comprender su “rock and roll will never die” (¿era este el festival para hacer esa declaración?). Diferente pero mucho más bienvenida fue la actuación de Junun, el ensamble liderado por el israelí Shye Ben Tzur junto a la orquesta india Rajasthan Express y el mismísimo Johnny Greenwood. Hicieron bailar hasta al personal de seguridad al ritmo de una música que muchos quizás solo podían relacionar con Apu de Los Simpson o el cine de Bollywood. Un sonido cargado de historia que se editó en un único disco del conjunto, lanzado en 2015, y cuya grabación fue documentada por Paul Thomas Anderson (quien gusta mucho de colaborar con Greenwood) en un filme homónimo. Con el sol ya en lo bajo, el público observó con extrañeza como en el escenario se montaba un cubículo “hecho de” pantallas, en el que minutos más tarde apareció el productor Flying Lotus. Con su sangre Coltrane corriendo por las venas, el angelino mesmerizó con su música electrónica (desde la que visitó elementos clásicos de la música negra, entre el hip hop y el jazz) a las miles de personas que se adentraban absortas en la espectacularidad visual de lo que sucedía. Las coloridas proyecciones cubrían a Lotus mientras el sonido efervescía y chispeaba desde su laptop. De pronto el silencio, y ahora quedaba solo media hora para ver a los británicos brotar desde el fondo del escenario y dar comienzo a su show.
Radiohead. Entre tema y tema, un chorro de luz blanca atacaba una bola de espejos ubicada en lo alto del escenario, y ésta se desplegaba en miles de lucecitas como estrellas que escapaban hacia el público. Thom Yorke no habló mucho (excepto durante el episodio de la valla), aunque ocasionalmente lanzaba tétricas carcajadas, emitía sonidos guturales y agradecía al público. Al momento de cantar, espero no estar exagerando, cantaba mejor que en los discos. Todo era mejor que en los discos, vamos. ¿No debería ser así con todas las bandas? No siempre se logra. La música era la misma pero más intensa, y estaba ahí, y comandaba la congoja individual a la que nos sometía.
"Así debió haberse sentido ver en vivo a Pink Floyd", comentó alguien en las redes. Otro retrucó: "Radiohead suena como todos creían que sonaba Pink Floyd, pero no como realmente sonaban".
Quizás no pasen nueve años hasta que vuelvan a tocar para nosotros. Quizás sean menos, pero eso no afectará una idea que se respiró durante toda la jornada del sábado pasado: la de que un show era histórico desde el corte de la entrada, la garantía de que la experiencia sonora sería colosal. No hace falta reclamar tal o cual canción, o esperar hits, o anhelar un solo de guitarra. Esas cosas pasan en otros lugares. El concierto de una banda así sucede en un plano aparte, un territorio de lujo, el affaire sensorial que merecemos por ser humanos y sensibles, desacostrumbrándonos del conformismo.
Nos preparábamos para lo mejor, y aún así Radiohead nos sacudió como a un grupo de incautos.